A principios del siglo XX, las mujeres no podían estudiar astronomía por alguna razón, pero Leavitt estaba fascinada por esa ciencia y seguramente sabía que tenía talento para ella. Esas cosas son bastante evidentes para quien las sufre. Contra viento, marea y todo pronóstico, Leavitt se matriculó a los 20 años en la Sociedad para la Instrucción Colegiada de las Mujeres, lo más parecido que Harvard ofrecía a una carrera de ciencias para el sexo débil. Y luego se enroló en el harén de Pickering para catalogar, junto a otras mujeres, las estrellas del hemisferio sur.
Leavitt descubrió la primera cinta métrica para medir el cosmos: las cefeidas, unas estrellas pulsantes ya observadas en el siglo XVIII, pero que la tozuda chica de Boston convirtió en la herramienta esencial de la cosmología. La que usó Edwin Hubble en la década siguiente para descubrir que el cosmos está en expansión, el mayor hallazgo de la historia de la astronomía. Hoy sabemos que esa expansión es cada vez más rápida, y también lo hemos descubierto con las herramientas que encontró Leavitt. En 1925, cuando quisieron darle el Nobel junto a Hubble, Henrietta llevaba cuatro años muerta.
En los años treinta y cuarenta, McClintock demostró que hay genes saltarines: tramos de ADN que significan su propia movilidad de un lugar a otro del genoma. Se llaman transposones, o elementos móviles, y nadie logró aceptar su existencia en la época, hasta el extremo de que McClintock se vio excluida de actividades académicas como seminarios, conferencias y tribunales de tesis.
McClintock debió sentirse bien cuando le dieron el Nobel 40 años más tarde. De hecho, se despachó a gusto en su discurso de la cena en Estocolmo. El vacío que le hicieron sus colegas resultó, dijo allí, “una delicia”, porque le permitió concentrarse en su trabajo sin distracciones inoportunas. Pero la gran genetista norteamericana no se vio del todo compensada por la concesión de su tardío Nobel. Porque su gran descubrimiento no fue que hay genes que saltan, sino que lo hacen en respuesta a las condiciones del entorno. Es un mecanismo directo por el que el ambiente puede alterar el genoma, y por tanto una contribución esencial a la teoría evolutiva. La Academia sueca no reconoció esa teoría esencial en su galardón.
Rosalind Franklin luchó contra todo y todos por dedicarse a su pasión: la ciencia. Nacida en el barrio de Notting Hill (Londres) en 1920, no tuvo las cosas fáciles, como muchas de las mujeres de su época. A pesar de ello, su tenacidad y esfuerzo permitieron que se graduara en la Universidad de Cambridge, y que ingresara posteriormente como investigadora en uno de los centros más prestigiosos de la época: el King’s College de Londres.
Su trabajo por la ciencia causó la muerte de esta investigadora pionera debido a la alta exposición a la radicación. Sin embargo, en aquella época, su excelente labor científica no fue reconocida. En 1962, Watson, Crick y Wilkins recibirían el Premio Nobel de Medicina o Fisiología, galardón que Rosalind Franklin no hubiera podido conseguir al haber fallecido. A pesar de ello, nadie realizó durante esos años una mención a su trabajo, que por fortuna, medio siglo después, es valorado como uno de los mejores de la biología molecular del siglo XX.
“La ciencia y la vida ni pueden ni deben estar separadas. Para mí la ciencia da una explicación parcial de la vida. Tal como es se basa en los hechos, la experiencia y los experimentos…" Rosalind Franklin
Fuentes:
- Rosalind Franklin: la gran olvidada en el descubrimiento del adn; en https://hipertextual.com/2014/11/rosalind-franklin
- Historia de cerebros extraordinarios en https://elpais.com/cultura/2017/09/14/babelia/1505400012_244550.html