La red clandestina de civiles en el sur de Estados Unidos que, en el siglo XIX, se organizaron para ayudar a los esclavos a escapar de las plantaciones se llamaba El ferrocarril subterráneo. Nunca existió tal tren, pero la jerga ferroviaria se usaba como código secreto para operar la red: los esclavos eran “pasajeros”, por ejemplo, y los refugios eran “estaciones”.
Cuando terminó la marcha —pies hinchados, alma henchida— tomamos un tren en una estación a espaldas de la Casa Blanca. Mientras nos apretujábamos en un vagón, la voz de una operadora daba las instrucciones de siempre: apresurar el paso, no bloquear puertas, etcétera. Se cerraron puertas y el tren reanudó marcha.
Pero luego, rompiendo protocolos, la operadora volvió al micrófono, y dijo: “Señoras, habla la operadora Beard. Sí, beard —la misma palabra que significa pelo facial masculino—. Pero no se rían. O sí, ríanse, porque es ridículo. Pero ahora escuchen. Les quiero decir: llevo años manejando en estos túneles, y nunca había estado tan orgullosa de mi trabajo. Señoras: hoy hicieron historia. Y estoy muy orgullosa de ser parte de esa historia. Quiero decirles: muchas gracias. Lo demás ya lo saben: compórtense, etcétera”.
Tardamos unos segundos en reaccionar a las palabras de la operadora. Pero, poco a poco, irrumpió el alivio de las risas, las gracias, los gritos, los abrazos, los alaridos alegres.
Vienen años difíciles; años tan largos, negros y hondos como los túneles del metro de Washington. Por los pasillos de la Casa Blanca, solitario y desorientado, habrá un cretino dando gritos. Hay que reírse de él, porque es ridículo. Pero hay que escuchar, también. Porque, justo abajo, estará la operadora Beard, pirata discreta de las contracorrientes, manejando su tren. Y ahí, en esas entrañas oscuras del imperio, van a seguir reverberando los ecos suaves de miles de risas, de voces serenas y potentes. Y la operadora Beard estará iluminando el camino a nuestros ferrocarriles subterráneos.
Fuente información: El País digital